Robots con capacidad para crear arte demuestran la evolución de la inteligencia artificial.
En lo que va del año, una ‘explosión’ de arte ha sacudido al mundo tecnológico y no por la calidad de las obras, sino por la naturaleza de los ‘artistas’.
En el primer caso, en San Francisco (EE. UU.), una subasta de 29 pinturas recaudó fondos para una Fundación dedicada a promover las artes. Pero los ‘pintores’ no eran jóvenes talentos, sino sistemas de inteligencia artificial que, gracias a redes neurales, produjeron el equivalente a “sueños de computador”.
Al otro lado del océano, en Taiwán, un jurado escogió las obras ganadoras de un concurso de pinturas realizadas por robots. De nuevo, lo notable no es la calidad de los más de 70 trabajos presentados, sino que el robot ganador usó la técnica que cabría esperar de un artista clásico.
Más allá de la relevancia de obras hechas por máquinas, ambos hechos representan un paso en la capacidad de los sistemas de inteligencia artificial para crear belleza. Que aprecien esa belleza es, por supuesto, otro tema.
Ambos casos me recuerdan la partida de Go (un antiguo juego oriental reconocido por su complejidad) entre un campeón humano y un retador digital construido por Google. Una jugada de AlphaGo (así se llama el sistema) sorprendió a todos por inusual, osada y creativa. Es, dijeron, algo que un humano probablemente nunca habría hecho. Pero un campeón de ese juego, que jugó y perdió contra la máquina, usó otra palabra: dijo que le pareció “hermosa”.
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